Compartir. Es una palabra tan cotidiana que a menudo pasa desapercibida, como una respiración más; pero si la miramos de cerca, desde la profundidad de la amistad y los ecos del existencialismo, descubres que es mucho más que una división de bienes o tiempo. Es, de hecho, una de las formas más puras de amor y afirmación nuestra existencia.
En el laberinto de la vida, donde cada uno carga con la libertad (y a veces la angustia) de ser, la amistad se erige como un refugio y el compartir es aquella casa que le da techo. No se trata solo de dividir la pizza o prestar un hombro; es un acto de apertura radical. Es decirle a otro ser: “Mira, esto es lo que soy, esto es lo que siento, esta es mi alegría, y también este es mi miedo más profundo. Te lo entrego”.
Este acto disuelve momentáneamente la pesada soledad que también es inherente a la condición humana. Al compartir unas risas, un secreto, un viaje juntos o la certeza de nuestro dolor, creamos un nosotros fugaz pero real. En ese espacio, la responsabilidad de nuestra propia existencia se vuelve un poco más ligera, porque ha sido vista y reconocida por otro. La amistad no anula nuestra soledad, sino que la acompaña con comprensión y la hace más llevadera.
Compartir es un movimiento de trascendencia. Cuando entregamos una parte de nosotros (un pensamiento, una experiencia, un objeto preciado) estamos proyectándonos más allá de nuestro propio ser. Es un reconocimiento de que el valor de algo no reside únicamente en su posesión individual, sino en su potencial de conexión, en su ser con otros.
Las alegría compartidas son el doble, las tristezas, la mitad. La felicidad se valida y se amplía cuando es atestiguada por nuestros pares. Es un instante donde la existencia se siente justificada. Enfrentar el absurdo o la finitud de la vida es una tarea solitaria, pero cuando la compartimos, nos damos cuenta de que no estamos solos en nuestra vulnerabilidad. El otro, al escuchar, nos da el regalo de la validación experiencial.
En lo más crudo de la angustia existencial la amistad actúa como un contrapeso y es en el compartir donde hacemos una elección consciente de dar sentido a la vida a través del otro. Es la prueba tangible de que nuestra libertad individual puede ser ejercida para crear algo que merezca la pena: un lazo que nos sostiene en el vacío.
El compartir, en la amistad, es un eco mutuo de la existencia. Es la prueba de que, aunque nacemos y morimos solos, en el intervalo podemos elegir ser con otros, fundiendo su ser con el nuestro.